lunes, 9 de mayo de 2011

Un llanto a las puertas del subte

Una mujer lloraba. Una mujer, que debía tener unos cuarenta años, lloraba. Lloraba tapándose la cara con las dos manos, sin mirar a nadie y apoyada contra la puerta del subte. La puerta que menos veces se abría en el recorrido.
No la vi cuando subí, tampoco la vi en las primeras estaciones. Era temprano a la mañana y estaba intentando despertarme, mientras viajaba al trabajo. Recién, a la tercera parada empecé a escuchar el llanto. Sutil, en un tono muy bajo, casi como una queja, pero suficiente para romper el silencioso malestar que todos trasladábamos a esa hora del día. No se si recién había subido o si venía desde antes, sólo se que ese quejido rompía la armonía y nos hacía chocar contra nuestro lado más humano, en un momento en que lo único que pensábamos, si es que pensábamos en algo, era intentar no volver a llegar tarde. Nadie quería que le refregasen su cuota de individualismo tan temprano. Por eso, nadie hacía nada y yo tampoco.
¿Qué hago? ¿Me acerco y le pregunto si la puedo ayudar? No parece que le hayan robado, ni que tenga un problema referido al subte. Más bien es como si viniera cargando su dolor desde otra parte, desde su vida más íntima, más personal. No tiene nada que ver con nosotros, con los que la rodeamos, por lo tanto, debería dejarla llorar y sacar todas sus penas. Si no le da vergüenza, es porque no lo puede evitar. De nada serviría interrumpirla… ¿Y si se trata de un truco? ¿Y si quiere que alguien despreocupado, sin la desconfianza típica de ciudad y sin el rigor corporal de mantener todas sus pertenencias cuidadas, se acerque para ver qué le pasa? ¿Y si utiliza ese recurso para robar a sus víctimas, quienes después se culparán por ser tan sociables y caritativas, escondiendo sus ganas de ayudar para que nadie vuelva a aprovecharse de ellas?
Mientras me preguntaba todo esto, sin darme cuenta, el llanto se detuvo. Cuando volví a mirar, la mujer ya no estaba.

Un dolor me cruzó el pecho. Por primera vez sentí que hubo una conexión con otro pasajero, sin que este fuera alguien conocido o nos empujáramos por intentar bajar. Al momento de entrar al subte, solemos despojarnos de nuestros sentimientos, es como si viajáramos criogenizados por el espacio y así poder llegar en buenas condiciones a destino. No digo que no seamos personas, tampoco llegamos a tanto, pero estamos tan conectados a nuestros pensamientos, tan aturdidos, que cuando alguien llora nos parece algo fuera de lo normal. Aunque, muchas veces, estemos rodeados de tristeza.

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